Un espíritu para la democracia
Un espíritu para la democracia
Toni Comín
La modernidad occidental tuvo dos hijos que han marcado la historia de los tres últimos siglos, no sólo en Occidente sino a lo largo y ancho del mundo. Por un lado, nacieron las ideologías políticas y sus utopías, que soñaban una sociedad justa de libres e iguales en la que todos fueran ciudadanos con derechos inalienables. Por el otro lado nació el capitalismo, un proyecto de prosperidad material, de desarrollo técnico y dominio de la naturaleza. Parece como si el siglo XX haya sido el siglo del triunfo del capitalismo y el de la derrota de las ideologías. Ha sido el siglo, nos han dicho, del fin de la historia.
Una historia que ya sabemos
Las ideologías empezaron su derrota cuando demostraron que traían lo contrario de lo que prometían. El liberalismo, el primer sueño moderno, un sueño de libertad respecto de cualquier tiranía política, económica, ideológica o religiosa, dividió la sociedad en dos clases enfrentadas. Cuando el socialismo lo denunció, el liberalismo, timorato y mediocre, se echó en manos de la barbarie nazi y fascista, que es en realidad su más radical negación. La libertad sin la igualdad acaba cayendo en el totalitarismo de derechas.
El socialismo, el sueño más bello de la modernidad, al querer corregir los defectos del sueño liberal enfrentándose a él, renunció a la libertad, y con ello cayó en la pesadilla estalinista. El socialismo es un sueño de igualdad, de cooperación y de realización de todos en una sociedad reconciliada y sin clases. Pero cuando la igualdad se construye prescindiendo de la libertad, acaba cayendo en el totalitarismo de izquierdas, que es simple y llanamente la negación del socialismo.
Sin embargo, estas dos utopías sociales no dieron sólo el estéril fruto totalitario. De la síntesis o el equilibrio entre ambas surgió la democracia. Ésta sería el fruto más fecundo de las utopías sociales de la modernidad. Cada una por separado, trajo el terror, pero mezcladas han traído una democracia que, en principio, dice garantizar los derechos humanos –derechos cívicos y políticos, y derechos económicos, sociales y culturales- mejor que ningún otro sistema. Así, el advenimiento de la democracia, en el siglo XX, más bien debería ser visto como el del triunfo de las utopías sociales, y no el de su fracaso. Sin embargo ¿de verdad nos atreveríamos a decir que la democracia es efectivamente la realización del sueño ilustrado de una sociedad de libres e iguales, de una ciudad justa donde “cada cual participa según sus capacidades, y cada cual recibe según sus necesidades”? Parece que no.
La contradicción entre capitalismo y democracia
Más que de democracia, quizás habría que hablar de democratización, si entendemos la democracia como un proceso, siempre perfectible, más que un como modelo social concreto. Pero de todas maneras, muy lejos está la democracia actual de satisfacer los ideales ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad. ¿Por qué? Esta vez la respuesta es simple: la democracia comparte el terreno de juego con el capitalismo. El capitalismo es la negación de los ideales de la ilustración. Y por ahora va ganando la partida.
La democracia y el capitalismo son incompatibles porque el primero es una manera no democrática de organizar la economía. El capitalismo no organiza la producción y la distribución de la riqueza en base al derecho de ciudadanía –que es algo que poseemos todos- sino en base al derecho de propiedad –que es algo que solo poseen unos pocos-. Así las cosas, los pobres sólo dejan de ser pobres siempre que eso haga más ricos a los ricos. Quizás el capitalismo pueda tener éxito en la erradicación de la pobreza absoluta, pero apenas puede tenerlo en la erradicación de la pobreza relativa, porque siempre tenderá a incrementar las diferencias sociales, si no viene alguien y lo remedia.
Ese alguien vino, ya lo sabemos. Fue el Estado. En el llamado Estado del bienestar, el Estado, desde fuera, intentó corregir la desigualdad inherente al capitalismo. El Estado fue el instrumento de que dispuso la democracia para intentar cumplir sus promesas de justicia social. Así, el Estado del bienestar, con su equilibrio entre Estado y mercado, representaba un cierto empate entre estos dos contrarios que son la democracia y el capitalismo. El terreno de juego estaba compartido, y nadie acababa de ganar del todo.
Este modelo funcionó mientras la democracia y el capitalismo tenían el mismo tamaño: mientras ambos eran de escala nacional. Sin embargo, con el fin de la guerra fría y la revolución tecnológica, el capitalismo se ha hecho global, mientras que las democracias siguen siendo nacionales. Esta desproporción ha deshecho el empate: una pluralidad de Estados-nación no pueden corregir la desigualdad atroz que genera un único capitalismo global. A finales del siglo XX, pues, el capitalismo le está ganado la partida a la democracia por goleada. Este cambio de milenio, ha realizado una utopía, sí. Pero no la utopía ilustrada de la democracia universal, sino la utopía del mundo organizado como un gran mercado.
Un espíritu para la justicia
¿Por qué le ha sucedido esto a la modernidad? ¿Por qué sus sueños han culminado en esta extraña situación en la que la democracia pierde la partida ante el capitalismo?
Acudamos un momento al viejo Kant. Tomémoslo como culminación filosófica de la modernidad, como paradigma de la visión moderna del hombre. Kant dividía al hombre en dos partes: por un lado estaba la razón, por el otro las pasiones y los intereses. La democracia sería, digamos, el proyecto de la razón, esa razón que los frankfurtianos llamaron luego la “razón emancipatoria”: un proyecto de justicia y libertad universales. El capitalismo sería el proyecto de las pasiones y los intereses, que ponen la “razón instrumental” de la que hablan los frankfurtianos a su servicio: un proyecto de dominio y de poder.
¿Cómo hacer para que la razón pase por delante de las pasiones y los intereses? ¿Cómo conseguir la que sea la “razón emancipatoria” la que organice la tierra, y no la “razón instrumental”? ¿De qué manera podría la razón de la justicia sobreponerse a la fuerza del poder? Kant, y la modernidad con él, responden: la justicia se hará en nombre de la razón, esto es, la razón por sí misma se impone si queremos que los hombres sean verdaderamente hombres. De acuerdo, pero ¿y cuando los hombres prefieren renunciar a su humanidad? Porque esto es lo que vemos a cada rato.
La justicia exige respeto a los derechos del otro, más todavía que reivindicación de los propios derechos. El sacrificio a favor de los derechos del débil: éste es el sentido más profundo de la democracia. Pero el débil no nos devuelve nada a cambio. La justicia, por lo tanto, es una propuesta de incondicionalidad: se hace a cambio de nada. Sin embargo, como se preguntaba Simone Weil, allá por los años treinta, cuando la modernidad empezaba a dar ya claros síntomas de agotamiento: “¿dónde podemos hallar la energía para un acto sin contrapartida?”
La razón no tiene una energía propia que le permita cumplir sus propios ideales, sus sueños, su designio de incondicionalidad. Las pasiones y los intereses, en cambio, sí tienen una fuerza propia. Atraen al hombre y su pretensión de racionalidad hacia sí como la gravedad atrae a los cuerpos. Así, la justicia, cuando se fundamenta exclusivamente en la razón, acaba cayendo bajo el peso de las pasiones y los intereses.
La razón no tiene una energía propia porque no tiene respuesta ante los límites de la vida. La razón no puede decir por qué hay vida, por qué existe el ser y no más bien la nada. No sabe qué decir ante el hecho evidente de la muerte. Ante este vacío, las pasiones y los intereses levantan ídolos: ídolos como el poder, la riqueza, la técnica, la fama o el placer. Los ídolos son medios, necesarios en cuanto medios, que se absolutizan y se convierten en fines. Así, proclaman falsas promesas de plenitud: nos hacen creer que nos harán felices, que llenarán el vacío que pone la muerte ante nosotros. Por esto, para alcanzar la felicidad, los más fuertes sacrifican en su altar a los más débiles. Convierten a los hombres, que son los únicos fines verdaderos, en medios de unos medios que se han convertido en falsos fines.
Sin embargo, a la hora de la verdad, los ídolos nunca cumplen: no nos hacen felices. Pero lo que sí consiguen es generar una atracción, como un espejismo. Y es esta atracción la que hace sucumbir a la razón bajo su peso. La razón, pues, para imponerse necesita de una cierta fuerza de elevación. Una fuerza distinta de sí misma, que le permita resistir la gravedad de las pasiones y los intereses. Y esta fuerza tiene que dar algún tipo de respuesta a la cuestión de los límites de la vida, al enigma de la muerte. De esta fuerza nos ha hablado constantemente la historia de la humanidad, desde las más ancestrales culturas y tradiciones espirituales hasta nuestros días. Pero, si se nos permite, la llamaremos con el nombre que le dio la vieja tradición cristiana. Esta fuerza es el amor o la caridad.
La fuerza del amor es la fuerza de la debilidad. Es la fuerza que necesita la razón para cumplir sus proyectos y sus promesas: el amor es el único espíritu donde puede reposar la justicia. El nombre político del amor es “fraternidad”. Sin embargo, diríase que no puede haber fraternidad sin cierto sentido de la filiación. La tradiciones religiosas –quizás la cristiana la más explícita de entre ellas- nos explicarían aquí que hay que sentirse amados como hijos para poder amarse como hermanos.
Weil, pero también Mounier, Benjamin a su manera, y muchos otros, ya denunciaron durante los años treinta el error por el cual la modernidad intentó construir la justicia al margen de la caridad e intentó practicar la caridad al margen de la justicia. Ciertamente, el mundo religioso cometió el grave error, imperdonable, de no comprender que la caridad tenía, por encima de todo, una dimensión social y política. Pero la Ilustración cometió el error contrario: quiso fiar totalmente la justicia a la fuerza inexistente de la razón, y por esto fracasó. Por esto la democracia, al basarse exclusivamente en una razón que se creyó autosuficiente, ha caído bajo el peso del capitalismo. Por esto la utopía realizada de la modernidad no ha sido la utopía de la democracia universal, sino la utopía capitalista de los intereses y las pasiones. Un mundo donde gana siempre el más fuerte, o el más listo.
Del trilema ilustrado, la razón apela a la democracia, a la libertad y a la igualdad. El amor -políticamente comprendido- apela a la fraternidad. Así, lo que queremos decir es esto: que no se puede construir la democracia sino es en base a la fraternidad. La ciudad justa de libres e iguales sólo se hace realidad cuando la libertad y la igualdad se fundan en la fraternidad. La tercera palabra del trilema encierra el secreto, o mejor, el espíritu que ha de hacer posibles las otras dos. Si los hijos de la Ilustración no recuperan la caridad, nunca podrán cumplir las promesas ilustradas.
Catálogo de utopías
En nombre de la fraternidad, pues, recuperamos el derecho a las utopías sociales que el fin de la historia nos había arrebatado. En su nombre, podemos reencontrar el camino adecuado para que la democracia que le venza la partida al capitalismo.
Así pues, ¿cuáles son las utopías que nos deben permitir reconstruir la democracia, estas utopías que viven y beben de este espíritu necesario que es la fraternidad? En efecto, una vez visto el espíritu, es necesario ver sus utopías, es decir, sus propuestas concretas. Porque la caridad tiene la tendencia a hacer propuestas lo más concretas posibles, ya que se trata de hacer justicia a las víctimas concretas. A la caridad no le gusta tanto la filosofía como la acción liberadora. Mejor dicho: aquélla le gusta sobre todo cuando sirve a ésta.
De entrada, estas utopías son todas aquellas que nos permitan organizar la economía de una manera más democrática. Diríamos, con cierto afán clasificatorio, que hay dos maneras de democratizar el capitalismo: por fuera o por dentro. Visto que el capitalismo actual es un capitalismo global, democratizarlo por fuera querrá decir reconstruir a nivel global el empate que el Estado del bienestar consiguió a nivel nacional. Es decir, crear estructuras políticas globales que nos sirvan para hacer lo que el Estado hizo a nivel de cada país: redistribuir la riqueza, garantizar los derechos sociales, controlar las fuerzas del mercado y ponerlas al servicio del bien común.
Algunas de estas medidas están hace ya días encima de la mesa:
- la regulación de los mercados financieros y la eliminación de los paraísos fiscales; la tasa Tobin contra la especulación; la condonación de la deuda externa de los PMA; abrir los mercados de los países ricos a los productos de los países pobres
- dotar de poder y financiación a las agencias sociales de la ONU (OIT, UNESCO, PNUD, OMS, etc.), que apoyan a los países pobres, para que compensen el poder de las agencias económicas (la “santísima trinidad de la globalización”: OMC, FMI, BM) que apoyan a los países ricos; la creación de un Consejo de Seguridad Económica y Social de la ONU;
- pagar efectivamente el 0’7 % tantas veces prometido y sólo cumplen unos pocos países de la OCDE y dedicarlo a lo que hace falta, que es la educación y la salud (Iniciativa 20:20);
- establecer unos estándares sociales, laborales y medioambientales mínimos a nivel planetario para que el libre comercio no genere una carrera en la disminución de los costes para atraer inversiones, lo cual acaba extendiendo la explotación laboral y la degradación ecológica por todo el mundo;
- y, como horizonte final de las propuestas anteriores, algunos autores plantean el establecimiento de un verdadero sistema fiscal internacional, que redistribuya la riqueza desde el Norte hacia el Sur y que permita sufragar el coste que tiene para los países pobres el cumplimiento de los mínimos laborales y medioambientales. Imaginemos, aunque sea demasiado: ¿por qué no un impuesto a las multinacionales farmacéuticas para sufragar la OMS y que ésta financie los hospitales del Sur? ¿Y uno a las multinacionales de la comunicación para sufragar la UNESCO, y que ésta pague las escuelas del Sur? ¿Y otro a las multinacionales de la alimentación para financiar la FAO y que esta garantice la nutrición a los 800 millones de desnutridos? ¿Y otro a las multinacionales de la energía y las petroleras para financiar el PNUD, y que este haga los tendidos eléctricos y las tuberías para el agua potable que faltan en el mundo pobre? ¿Y uno impuesto a las entidades financieras multinacionales, que sirva para que OIT pueda pagar los derechos laborales –que cuestan dinero- de los trabajadores del Tercer Mundo?
Con estas medidas se puede ir construyendo poco a poco una estructuras embrionarias de democracia global, que haga del mundo algo más parecido a una ciudad universal de ciudadanos con derechos, que a un gran mercado donde el fuerte, en la negociación y el intercambio, siempre se impone al débil. Una suerte de Estado del bienestar global. Lo que falta es sólo voluntad política para cumplirlas.
A diferencia de la construcción de una democracia global que regule el capitalismo también global, la democratización interna lo que intenta es buscar maneras alternativas de organizar la economía, que superen el capitalismo por más democráticas, aunque igualmente eficaces. Así, aparecen propuestas que por ahora apenas superan el ámbito académico pero que pretenden erigirse como alternativas que atacan el corazón del problema: intentan organizar la economía de acuerdo con el derecho de ciudadanía y no con el de propiedad. Propuestas como la renta básica, según la cual el Estado, de la misma manera que garantiza el derecho universal al sufragio, garantice también el derecho universal a un salario que cubra las necesidades mínimas a todos los ciudadanos por el mero hecho de serlo pretende (“una vía capitalista al comunismo” según la bautizaron sus inventores). O como el “socialismo de mercado”, conocido también como democracia económica: un socialismo sin planificación, que mantiene el mercado como institución básica de la economía, pero en el que sus empresas son cooperativas y democráticas, propiedad de sus trabajadores y no de unos capitalistas. Un modelo que viene a corresponderse con el viejo proyecto económico de Mounier y los personalistas.
Este modelo vendría a consumar la anhelada fusión entre liberalismo y socialismo que el siglo XX sólo consiguió de modo imperfecto con el Estado del bienestar. Cuando liberalismo y socialismo se funden, el resultado es un socialismo democrático, en el que la igualdad se construye desde la libertad. ¿Acaso hay otro modo de construir la justicia que no sea ése? Por esto, el destino natural de la democracia parece que debería ser un socialismo que incluya en su seno lo que el liberalismo tenga de innegociable. Pero este socialismo, si lo entendemos bien, no tiene nada que ver con un sistema capitalista donde la propiedad privada sigue siendo la traducción jurídica de la ley del más fuerte. O del más listo. Se trata, por el contrario, de retomar la fraternidad como principio básico desde el cual organizar el mundo. Sin embargo, en estos tiempos finales de la historia, se nos hace un poco extraño eso de que la fraternidad nos devuelva el derecho –y, de hecho, nos exija el deber- de volver a hablar de utopías.
Toni Comín
Barcelona