Un modelo insostenible

Un modelo insostenible

Yayo Herrero


La humanidad se encuentra en una encrucijada, y lo que hoy está en crisis son las propias bases materiales que sostienen la vida, amenazadas por la forma de organización económica, social y política que han desarrollado e impuesto las sociedades occidentales.

Las diversas manifestaciones de esta crisis civilizatoria –riesgo ecológico, dificultades para la reproducción social y profundización de las desigualdades– están interconectadas y apuntan a un conflicto sistémico. Estamos en situación de emergencia planetaria, porque lo que está amenazado es la supervivencia en condiciones dignas de las mayorías sociales.

Los humanos somos radicalmente ecodependientes. Todo lo que necesitamos para mantener la vida y satisfacer nuestras necesidades materiales procede de la naturaleza, sobre la base de un planeta físicamente limitado. Asumir estos límites físicos, implica inevitablemente comprender que nada, absolutamente nada, puede pretender crecer de forma ilimitada.

Pero además, los humanos somos también seres interdependientes. Durante toda la vida, pero sobre todo en algunos momentos del ciclo vital (infancia, vejez, diversidad funcional, enfermedad, etc.) las personas no podríamos sobrevivir si no fuese porque otras dedican tiempo de trabajo a cuidarnos.

El sistema económico capitalista y todo el armazón cultural que lo acompaña se han desarrollado en oposición a las relaciones de ecodependencia e interdependencia. El régimen del capital ignora la existencia de límites físicos en el planeta, y oculta y explota los tiempos necesarios para la reproducción social cotidiana, que son asignados mayoritariamente a las mujeres. La economía capitalista crece a costa de la destrucción de lo que precisamente necesitamos para sobrevivir. Se basa en una creencia tan ilusa como peligrosa: que los individuos somos autónomos respecto a la naturaleza y al resto de personas.

Podríamos preguntarnos cómo se ha llegado a construir esta forma de organizar la economía que puede decirse que ha declarado la guerra a la vida... Los imaginarios que pueblan la ciencia económica hegemónica están plagados de mitos. Sostienen que sólo tiene valor económico aquello que puede medirse en términos económicos, ignorando todo lo que, siendo imprescindible para la vida, no se puede expresar con la vara de medir del dinero. La polinización, el ciclo del agua, parir, o el cuidado de los ancianos, por ejemplo, desaparecen de sus análisis económicos.

Se celebra el crecimiento económico por sí mismo, sin que se sea capaz de discriminar si lo conseguimos produciendo bienes o servicios socialmente necesarios, o artefactos socialmente indeseables a costa de destruir y agotar materiales finitos o de dañar la capacidad regenerativa de la naturaleza.

Apenas un par de siglos que llevamos funcionando bajo esta lógica, han generado un profundo declive de la energía fósil y de muchos materiales sin los cuales no se concibe el metabolismo económico global; el cambio climático amenaza con expulsar de la biosfera a una buena parte del mundo vivo, incluida la especie humana; y se da una profunda crisis de reproducción social y una profundización de las desigualdades entre las personas en todos los ejes de dominación.

El capitalismo se ha mostrado incapaz de satisfacer las necesidades vitales de la mayor parte de la población. En su metabolismo económico predomina el canibalismo: sectores sociales privilegiados llevan un estilo de vida y de consumo que sólo es posible explotando a la clase obrera e incautando una cantidad ingente de trabajo que desarrollan las mujeres en el espacio invisible de los hogares, y metabolizando aceleradamente bosques, ríos, suelos y minerales.

La desigualdad ha crecido de forma alarmante en las llamadas sociedades del bienestar: buena parte de la población se va hundiendo en la precariedad y millones de personas se encuentran en situación de exclusión: ya no cuentan ni son vistas.

Existe un importante paro estructural y la economía se muestra incapaz de crear empleo bajo las mismas lógicas productivas con las que se creó en los momentos de bonanza. Se ha producido un proceso de fragilización del derecho del trabajo. Muchas personas empleadas son trabajadoras pobres. El empleo, base sobre la que se construían las sociedades occidentales el bienestar, no es capaz ya de proteger de la pobreza y la exclusión. El trabajo ya no garantiza derechos.

La pérdida masiva de empleo y su precarización, se ha visto acompañada de un progresivo desmantelamiento de los servicios públicos. Esta situación provoca una profundización de las desigualdades entre hombres y mujeres. Al poner los recursos que se destinaban a los sistemas de protección social al servicio de la regeneración de las tasas de ganancia del capital, todo aquello que se protegía, pasa a desatenderse y son las familias quienes pasan a hacerse cargo de resolver la precariedad vital.

Despojados de derechos y protección social, a muchos seres humanos sólo les queda el colchón familiar para tratar de eludir la exclusión. Y dentro de los hogares, en los que predominan las relaciones patriarcales y desiguales. Son las mujeres las que en mayor medida cargan con las tareas que se dejan de cubrir con los recursos públicos. Son, debido a la división sexual del trabajo en las sociedades patriarcales, quienes tienen más dificultades para acceder a los recursos básicos.

Nos encontramos entonces ante un modelo de relaciones desiguales y deslegitimadas, tanto por imposibilidad de generar vida digna para las mayorías, como por la incapacidad de ajustarse a los límites del planeta.

Algunas cuestiones insoslayables

La primera es la necesidad de asumir el inevitable decrecimiento de la esfera material de la economía: la humanidad, quiera o no quiera, vivirá con menos energía y materiales. No es una opción, es un dato de partida. Se decrecerá materialmente por las buenas (de forma planificada, democrática y justa) o por las malas (a costa de que quienes tienen poder económico y/o militar sigan sosteniendo su estilo de vida material a base de la expulsión y precariedad de mucha gente que no podrá acceder a los mínimos materiales de existencia digna).

La segunda es el radical reparto de la riqueza y de las obligaciones. Si tenemos un planeta con recursos limitados, que además están parcialmente degradados y son decrecientes, la única posibilidad de justicia es la distribución de la riqueza. Luchar contra la pobreza es lo mismo que luchar contra la acumulación de la riqueza. Será obligado, entonces, desacralizar y cuestionar la legitimidad de una propiedad ligada a la acumulación que impide una vida decente para muchas personas. En el terreno de las obligaciones, por una parte la suficiencia material deberá tener una dimensión normativa que ponga límites a los excesos, y por otra, habrá que repartir los trabajos derivados de la interdependencia: los cuidados deberán ser realizados por hombres y mujeres en plano de igualdad.

La tercera es que esta transición no será sencilla ni podrá ser realizada sin conflicto. ¿Sería posible afrontar este cambio sin que los poderosos y ricos se sientan amenazados por las soluciones que permitan resolver la crisis civilizatoria? ¿Pueden mantenerse los privilegios de las élites a la vez que se garantiza una vida decente a las mayorías sociales y asegura la sostenibilidad ecológica? Obviamente, no.

Por tanto, nos encontramos en un terreno de disputa. Disputa de la hegemonía económica (con el reto de diseñar un modelo productivo que se ajuste a la biocapacidad de la tierra y minimice las desigualdades económicas y patriarcales), disputa de la hegemonía política (para conseguir una organización democrática que desbanque a los mercados como epicentro y sitúe en el centro una vida buena) y disputa de la hegemonía cultural.

Y es este último terreno de disputa el que nos parece crucial. El sistema de vida ecocida e injusto que hoy confrontamos, sólo se puede perpetuar porque cuenta con la complicidad inconsciente de las mayorías, porque ha logrado que la gente mire con los mismos ojos de quienes les oprimen. Ha conseguido que las personas hagan suyas las nociones de progreso, riqueza, propiedad, libertad o jerarquía que son imprescindibles para el mantenimiento del régimen. Hacerse consciente de la ecodependencia y la interdependencia es condición necesaria para conseguir cambiar. Necesitamos rearmarnos culturalmente.

En este camino, los debates y avances sobre el buen vivir que aportan los pueblos latinoamericanos constituyen una referencia imprescindible. El tratamiento que sus nuevas constituciones dan a la naturaleza como sujeto de derecho, los derechos comunitarios o la lógica de los comunes deben alimentar las luchas que se están dando en el Norte Global. Se trata de hacer crecer un movimiento global que frene la dinámica extractivista (natural y social) y la expulsión masiva de personas, y que impulse y exija a los gobiernos que ya están en este camino, y que saque de las instituciones a quienes siguen en la lógica del biocidio. Es ya cuestión de supervivencia.

 

Yayo Herrero

Madrid, España