Un pequeño gran problema, muy personal

Un pequeño gran problema, muy personal

La muerte: vulnerabilidad y plenitud

Amando Robles


Absorbidos por el trabajo profesional, nuestra familia, el compromiso político... casi no nos da tiempo para vivir a fondo, pero mucho menos para pensar, prever y prevenir nuestra muerte. Es como si fuera un «pequeño problema» para el que nunca parece que tuviéramos tiempo...

La muerte es la máxima expresión de la pequeñez y de la finitud de nuestra vida, pero por ello mismo puede ser expresión de nuestra plenitud. Depende de cómo se la tome, y sobre todo, de cómo se la viva. Porque la muerte tiene dos caras, de fin y de comienzo. Quien trabaje en cuidados paliativos, sobre todo acompañando espiritualmente a enfermos terminales y sus familias, tiene experiencia cotidiana de ello.

Estos acompañantes, a diario ven hombres y mujeres que mueren con miedo, no digamos ya con temor, incluso con enojo y cólera, sin poder aceptar la muerte, interiormente divididos, rechazándola… Pero ven también hombres y mujeres muriendo en paz, con placidez, agradecidos con todo, libres, a la vez que en entrañable comunión con todos y con todo, tranquilos y serenos, muriendo como quien nace a un nuevo ser. Para sorpresa de los mismos pacientes terminales, la inminencia de la muerte, muy posiblemente causa de dolor existencial y de miedo, se transforma en fuente de confianza y de paz. El yo, con su apego a la vida se ha desvanecido, y un ser profundo, hasta entonces muchas veces desconocido, emerge en su lugar, sin saber cómo ni por qué, como una gracia; un ser profundo que sin embargo estaba en ellos, como está en nosotros, infinitamente superior al ser del yo.

De ahí la atención que terapeutas y quienes acompañan enfermos terminales deben prestar a esta dimensión. «Acompañar a bien morir» es muy importante, pero es poco. La muerte bien vivida es posibilidad de nacer a una dimensión transcendente, de realización plena y total aquí y ahora, quizás antes nunca sospechada, atemporal, eterna. Aunque aparentemente se trate de un tiempo muy corto, de semanas, días u horas. Enfermos terminales llamamos a estos pacientes. Aparentemente corta, se trata de la experiencia humana por antonomasia, sin límites de espacio y de tiempo. Es la experiencia que conocemos como espiritualidad, como realización plena y verdadera, que quien la ha logrado ha logrado la vida, se ha realizado. De ahí la importancia de prestarle atención y hablar de ella al paciente terminal y a la familia, y de presentarla como buena nueva que es, e invitar a ella. La posibilidad de pasar de la muerte a la vida es bien real.

Se suele decir, y es cierto, que se muere como se vive. Los terapeutas no se engañan. Cuando ven que una persona ha vivido apegada a sí misma, a su vida, proyectos, familia, recursos, es decir, cuando ha vivido interesadamente, saben que le va a costar morir. No sin razón popularmente se piensa y se dice que son ciertos lazos o apegos aun no superados los que todavía retienen a la persona moribunda y «no le permiten irse en paz». Cuando ven una persona sin apego, madura, libre, sanamente independiente, no posesiva ni protectora, su pronóstico certero es que esa persona, aunque no haya sido muy religiosa, o lo sea poco, o nada, va a morir bien. El secreto está en el desapego con el que se ha vivido, en la sabiduría y madurez humanas que se ha sabido cosechar y que inconfundiblemente se refleja.

Esta madurez y sabiduría no son casuales ni fortuitas: son el resultado de una forma de vivir. Son personas que muchas veces durante su vida han sabido morir a su yo y han muerto a su yo. La vida para estos hombres y mujeres ha sido servicio, entrega, desapropiación. Todo lo han vivido, incluida la vida, como un valor de uso, sin apego, siempre como manifestación de algo superior, algo verdaderamente trascendente, y en función de ello. En estas personas la muerte se ha ido convirtiendo en trascendencia, en regalo y en don, en forma plena de vivir. Es una sabiduría que caracteriza a las culturas de los pueblos indígenas y a las culturas populares, que son culturas en general de sabiduría, «precapitalistas», poco afectadas por el interés y por el lucro.

Visitando la Amazonía (Puerto Maldonado, Perú) a comienzos de este año, 2018, el papa Francisco ha reivindicado el aporte que los pueblos indígenas nos pueden hacer en muchos aspectos con sus culturas, y desde ellas. El buen vivir es uno de ellos, quizás el aspecto más transcendente y del que más necesitados estamos en la cultura moderna. Un vivir que implica saber vivir y saber morir, en identificación y comunión profunda con todo, tan propio de estos pueblos y culturas, sin apego. Una sabiduría que constituye una gran riqueza, presente también en la mayoría de los miembros de las culturas populares, llamada a producir en nosotros, hombres y mujeres modernos, una transformación que necesitamos. Un ejemplo más de la riqueza y capacidad transformadora existente en lo pequeño y de la que son portadores los pobres. Riqueza y capacidad vivida y compartida como gratuidad que es.

La cultura o culturas populares son también incubadoras y portadoras de esta riqueza como culturas. En estas culturas ante la experiencia de una situación terminal y de una posible muerte, la expresión de aceptación adelantada y de sabiduría suele ser «Dios sabrá», o «sabe lo que hace». Muy diferente de aquella, «¡O todo o nada!», de una madre de clase social alta, con su niño debatiéndose entre la vida y la muerte en la unidad de cuidados intensivos, después de unos minutos ahogado en una piscina, y a quien tenía blindado con cadenas de oraciones de muchas personas e instituciones.

En línea con los pacientes terminales que miran a la muerte en paz, los hombres y mujeres espirituales son quienes menos miedo tienen a la muerte; mejor dicho, quienes no le tienen miedo. Habiendo muerto a la muerte, ¿cómo la van a temer? Liberados de ella, se sienten plena y verdaderamente libres y realizados, no importa cuál sea la situación en que se dé. Este sentimiento, compartido con un amigo judío, estando ambos en el campo de concentración de Westerbork en el norte de Holanda, lo expresó muy bien en su diario Etty Hillesum, la famosa judía holandesa, poco después víctima de Awschwitz, cuando escribió: «Se está “en casa“. Bajo el cielo se está en casa. Se está en casa en cada sitio del mundo, siempre y cuando uno se lleve todo consigo mismo». Su amigo Jopie le acababa de decir, ambos sentados en una landa y bajo un gran cielo de estrellas: «No siento nostalgia, al fin y al cabo estoy en mi casa». ¡Estaban en un campo de concentración y se sentían en su casa! Libres de todo, hasta de la propia muerte, y por tanto llevando todo consigo mismos, ¡llevando todo su ser! Quien muere a su yo, a todo apego e interés, es dueño de todo, es todo. La muerte, tan temida, vulnera todo interés y apego, pero, asumida positivamente en todo lo que tiene de muerte del yo, de todo apego, se convierte en liberación y en plenitud, porque de manera real lleva uno todo consigo, uno es todo y todo es uno.

Una experiencia parecida me compartía hace pocos años un amigo intelectual chileno, preso en el Estadio Nacional de Santiago junto a varios miles de chilenos cuando el golpe militar de Pinochet. Llegó un momento, me dijo, en que no sentía diferencia entre él y los carabineros que los vigilaban. Muerto a su ego, a todos los sentía humanos y hermanos.

Los verdaderamente espirituales, tanto de Oriente como de Occidente, no sólo no tienen miedo a la muerte, porque han aprendido a morir a ella conforme al dicho o hadiz del Profeta Mahoma, «Muere antes de morir», sino que la muerte no existe para ellos, como tampoco existe el nacimiento. Nos cuesta aceptarlo, pero muerte y nacimiento son modelaciones nuestras, construcciones nuestras, de nuestro yo. Como lo es la construcción de que somos seres venidos a este mundo. El yo con sus modelaciones y construcciones es una función necesaria a nuestra dimensión de animales vivientes, pero no es la realidad. Nosotros somos la realidad absoluta tal cual es, antes de toda modelación y construcción, una, total, atemporal, de la que, vistas en su profundidad o trascendencia, toda modelación o construcción no son más que una manifestación. Por eso, cuando le permitimos que emerja, como en los casos evocados, sentimos tanta paz y tranquilidad, sentimos tanta plenitud. Porque es la dimensión que somos, la que trasciende nuestro nacer y morir, la que no construimos, sino con la que nos encontramos como un dato, y por ello la que nos realiza, la única que nos realiza.

Esta cita obligada con la muerte es un «pequeño gran problema, muy personal», que para ser personas completas ya, ahora, no podemos soslayar.

 

Amando Robles

Heredia, Costa Rica