Un tumor cerebral que vulnera y fortalece

Un tumor cerebral que vulnera y fortalece

Joan Surroca i sens


Aquel cuerpo valiente, activo e incansable, ahora daba muestras de una debilidad extrema. Después de una operación de un tumor cerebral, me enterneció observar su vulnerabilidad el primer día que salió de la habitación del hospital cuando se dirigía en silla de ruedas a la sala de recuperación. Curioseé desde el pasillo y advertí que dos sanitarios intentaban levantarla ante las paralelas. Entonces, lentamente, alzó la pierna derecha unos pocos centímetros y aquel gesto insignificante supuso un esfuerzo que la dejó exhausta dos o tres días. Era preciso recuperar fuerzas físicas y ejercitar su cerebro empezando desde cero con coraje a partir del primer momento.

Son hechos acaecidos en 1984, treinta y cinco años atrás. Anna Maria acababa de cumplir treinta y ocho años y llevábamos dieciséis de casados. Un antes y un después, separados por aquel lunes 4 de junio con horas de espera angustiosas en el Hospital Vall d’Hebron de Barcelona. Se trataba de una intervención difícil confiada a un neurocirujano que tomó la decisión de enfrentarse a un terrible tumor cerebral benigno muy ramificado en el cerebelo. Anna Maria superó la operación y, después de ocho días en la UCI, dio señales de vida cuando entreabrió los ojos. Empezábamos cuatro meses de recuperación en la novena planta del hospital y en trauma. Caminábamos por los pasillos, primero unos pocos pasos, después jugábamos a batir récords, hasta que un día llegamos al centenar: ¡un éxito! Practicábamos diversos juegos para afinar la precisión y recuperar las habilidades perdidas. Tuvo que reaprender la escritura y guardamos las libretas: empezó con dificultad páginas de ceros, líneas quebradas... Después de un tiempo, redactaba breves narraciones y escribía un diario. No obstante, las consecuencias de la radioterapia echaron a perder parte de los progresos alcanzados.

La habitación acogía seis pacientes y por la noche los acompañantes dormíamos en una colchoneta, al lado de la cama de nuestro familiar. Recibí mucho ánimo de aquellas familias, y creo que de ellas me llegó la fuerza para superar los obstáculos que se han presentado a lo largo del tiempo. La solidaridad humana es tan inmensa, que siempre hay alguien que ilumina las tinieblas con su generosidad, la sonrisa oportuna, el gesto o la palabra justa. Nunca olvidaré aquellos atardeceres en el hospital cuando quedaba vacío de visitas; eran momentos de tristeza y de soledad. Entonces, diariamente, llegaban unos buenos amigos y me ofrecían un bocadillo y cerezas, que aceptaba como la mejor de las cenas. El recuerdo de este gesto es una clara prueba de que ninguna de nuestras sonrisas cae en terreno estéril. Tras cuatro meses recibió el alta hospitalaria, aunque a partir de aquel momento nunca más volvió a ejercer de maestra, ni a conducir. Dejó de ser una persona autónoma.

Anna Maria ha resistido ocho operaciones cerebrales a lo largo de treinta y cinco años. Hemos vivido muchos meses en el hospital y como acompañante he conocido enfermos y he compartido inquietudes con sus familiares. Algunas veces, en los momentos más felices, mi memoria se traslada a la novena planta y pienso que alguien está sufriendo. Las secuelas de algunas operaciones son el precio que pagamos para mantener viva a una persona excepcional: silla de ruedas, alimentación por sonda, dificultades en el habla, deficiente estabilidad de las extremidades, etc. La vulnerabilidad también es eso.

La respuesta: de la vulnerabilidad a la fortaleza

El sufrimiento está presente en la vida de las personas y casi todo el mundo, en algún momento, ha de hacer frente a adversidades. Entiendo, pues, que hasta aquí, el relato no merecería atención especial. A pesar de que hablar de experiencias personales e íntimas siempre es delicado y difícil, me he animado a escribir sobre estos hechos para desmentir ciertos equívocos cuando se habla de la actitud de personas vulnerables y de sus acompañantes a causa de una enfermedad. Era muy fácil desmoronarnos y que las circunstancias nos hubieran dejado fuera de juego para siempre; no obstante, contra todo pronóstico, la adversidad nos ha transformado positivamente, fortaleciéndonos para vivir momentos intensos. Efectivamente, no hemos perdido la alegría de vivir, porque no es aquello que nos sucede lo que nos marca, sino la manera como lo vivimos.

No es deseable ni necesario sufrir experiencias como la nuestra, aunque nos ayuden a crecer como personas. Una enfermedad de este tipo, particularmente por su duración, comporta vivir momentos duros, crisis y desánimos. Hay que saberlo y, cuando llega el momento, es obligado pensar que después de una tormenta siempre vuelve a salir el sol. La solidaridad de los familiares, amigos, y profesionales sanitarios, resulta imprescindible para pasar de la vulnerabilidad a la fortaleza. Cuando alguien me confiesa que sería incapaz de aguantar una contrariedad de parecida envergadura, respondo que solamente sabemos hasta dónde llegan nuestras fuerzas cuando la necesidad obliga a ello.

La acción después de la reflexión

A lo largo de estos treinta y cinco años hemos puesto a prueba nuestros valores, las prioridades, la vida cotidiana y las relaciones afectivas.

Nuestros valores no han variado, y la enfermedad no ha supuesto cambios en este sentido: los objetivos son idénticos, aunque son otros los caminos para llegar a ellos. Para entendernos, hacemos nuestros los valores que, año tras año, defiende la Agenda Latinoamericana: descubrir Otra Economía para este mundo enloquecido, una economía que aporte más justicia, menos hambre, y libere de tantas esclavitudes; Otra Economía que, en palabras del obispo Pere Casaldáliga: «ha de ser integral, ecológica, intercultural y al servicio del Buen Vivir y del Buen Convivir, en la construcción de la plenitud humana». Son valores que nos han facilitado acoger la enfermedad de la misma manera que Casaldáliga habla de la suya: «mi hermano Párkinson».

Las prioridades sí que han cambiado. Como acompañante de una persona que requiere mi ayuda, ha variado sustancialmente mi vida. He aprendido a renunciar, a dejar trabajos y a disminuir colaboraciones sociales, antes intensas. Procuro conseguir un equilibrio, siempre difícil, entre la atención que precisa mi esposa, los espacios necesarios para cargar pilas, y el compromiso social. Es bien sabido que el cuidador está obligado a cuidarse y es conveniente dosificar esfuerzos cuando el recorrido no es un esprint, sino una maratón. Hemos tenido la suerte inmensa de disponer de cuidadoras, magníficas personas y excelentes profesionales, que colaboran para que todo resulte más sencillo. Formamos un equipo cuyo objetivo es atender a una persona vulnerable de la mejor manera que sabemos, siempre con el asesoramiento de equipos médicos maravillosos. La práctica diaria de múltiples ejercicios físicos y cognitivos ha dado unos resultados espectaculares que nos animan a seguir luchando.

Si bien no es común tener una dependencia absoluta, intentamos vivir cotidianamente de la manera más normal posible. La silla de ruedas no es un gran obstáculo, debido a las mejoras de accesibilidad tanto en vías públicas como en edificios. Nos desplazamos con facilidad e incluso subimos hasta la Acrópolis de Atenas en un viaje que realizamos a manera de peregrinaje. Depender de una nutrición enteral resulta más complicado, pero encontramos fórmulas satisfactorias para no quedarnos encerrados en casa. La gente es tan amable con nosotros que el mundo sería mucho mejor si todos nos comportáramos como lo hacemos ante una persona vulnerable. Celebramos la vida, y cada día hay un motivo u otro para ello. El 70º aniversario de Anna Maria fueron cuatro días seguidos de festejos, y más de 500 amigos pasaron por casa. Hemos conmemorado con gran satisfacción, júbilo y agradecimiento, nuestro 50º aniversario de boda, con familiares y amigos.

Mi relación con Anna Maria es lo más grande que me ha acontecido en la vida y gracias a ella moriré en paz, el máximo beneficio de la vida ¡Amarla es tan fácil...! Quien la conoce comenta la alegría que comunica su sonrisa. No he escuchado, en treinta y cinco años de enfermedad, ni una sola queja. Es obvio que estamos equivocados limitando la valoración de las personas según su capacidad de acción. Las personas vulnerables consiguen cambiar el mundo con su ejemplo. Son las que más nos ayudan, como dijo Italo Calvino: «...a saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo perdurar y hacerle espacio». Metafóricamente, Anna Maria, y tantas personas como ella, son como una estación para repostar. La fuerza y la conciencia que nos comunican permiten al mundo seguir girando, pues no hay eficacia verdadera que no pase por el respeto y el cariño a todas las personas, incluso –o sobre todo– a las más ‘pequeñas’. Sin incluirlas no hay Grandes Causas que merezcan ese nombre.

 

Joan Surroca i sens

Girona, Cataluña, España