Vidas por la vida
VIDAS POR LA VIDA
Pedro CASALDÁLIGA
En Nuestra América «se muere antes de tiempo» hace siglos. Hace siglos que se matan muchas vidas, en este «Continente de la muerte» («y de la esperanza» también). Morir y matar nos son palabras familiares, como noche, machete, maíz. Pero, al mismo tiempo, en ningún otro continente de la tierra la vida se vive y se ama y se celebra como aquí. «Gracias a la vida que nos ha dado tanto», en la pluralísima naturaleza, en las mil fértiles culturas, en ese cruzamiento que somos de todas las sangres.
Por la vida nos jugamos la vida fácilmente. Los levantamientos y revolu-cio-nes, las pendencias y los martirios, los heroísmos y las quijotadas abarrotan nuestra historia continental. La muerte nos es compañera de camino: por causa de la vida, porque la vida exige, para que no falte vida. La lucha a muerte por la vida es una herencia latinoamericana.
En estas últimas décadas nuestros mártires se han multiplicado, como una sementera tropical, bajo las dictaduras y los escuadrones de la muerte y la geopolí-tica del imperio todavía hegemónica entre nosotros. Y la AGENDA LATINO-AMERI-CANA es testigo, en sus páginas diarias, de esos testigos de sangre que nos preceden y aupan. Para bien de nuestra dignidad y de nuestro futuro, no los olvidamos, los reivindicamos, los llevamos como un guacal de Pascua entre las manos y el corazón y la boca. Porque creemos que un pueblo o una iglesia que olvidaran a sus mártires no merecerían sobrevivir.
Ellos son nuestros muertos «que nunca mueren», vidas por la vida. El mártir Jesús de Nazaret, que los resucita a todos, ya los clasificó como amadores del «mayor amor» que es «dar la vida por quien se ama».
Entre tantos mártires nuestros, mujeres y hombres, militantes y religiosos, campesinos, obreros o estudiantes, niños o ancianos, este año de 1996 destacamos, en la AGENDA, la figura del obispo argentino Enrique Angelelli y la figura del misionero brasileño João Bosco Penido Burnier. Hace 20 años que los dos dieron la vida por la vida.
Angelelli era obispo de La Rioja argentina, «pastor de Tierra Adentro», siempre con «un oído al Evangelio y el otro al Pueblo» y que tenía como lema de su trabajo eclesial «Caminemos juntos». «Hay que seguir nomás», exigía y se esforzaba, contra el miedo y la rutina eclesiásticas, por «desenterrar la luz».
La represión fingió un accidente que diez años más tarde el juez Aldo Morales calificaría como «homicidio fríamente premeditado». Preterido durante muchos años por la iglesia más oficial, ahora lo confiesan mártir hasta sus mismos verdugos...
João Bosco era un misionero jesuita, entre los indios Bakairi, en la prelatura matogrossense de Diamantino, Brasil. Cayó, asesinado, a mis pies, con una bala dum-dum disparada por el policía militar Exi Feitosa Ramalho, la tarde del 11 de octubre de 1976, cuando él y yo intentá-bamos liberar a dos mujeres campesinas torturadas por la policía. João Bosco nos había acompañado aquellos días en un encuentro indigenista, en la aldea Tapirapé. Durante su agonía de santo ofreció la vida por la Causa Indígena, invocó serenamente repetidas veces el nombre de Jesús y terminó su peregrinación con las palabras del Maestro: «Acabamos nuestra tarea».
El pueblo de Riberão Cascalheira, al celebrar la Eucaristía del séptimo día, plantó una cruz en el lugar del martirio y, con un gesto indignado y liberador, derribó la comisaría-cárcel. «La cruz -gritó el pueblo- representa nuestra liberación; esa cárcel representa la persecución, la tortura, el terror».
Al año siguiente inauguramos, en ese lugar del Mato Grosso, el Santuario de los Mártires de la Caminhada, que Cerezo Barredo decoró con un impresio-nante mural. Y este año de 1996, los días 27 y 28 de julio, celebraremos en ese santuario, único en su género, los 20 años del martirio del P. João Bosco y los muchos martirios liberadores de todos los mártires de Nuestra América.