Violencia adolescente en los barrios
Violencia adolescente en los barrios
Fenomenología de la violencia ritualizada
Pedro Trigo
Hay muchachos en los barrios o en zonas populares que a veces se ponen violentos. Tal vez con demasiada frecuencia. Tal vez con motivos demasiados fútiles. Tal vez la reacción va demasiado lejos, sin proporción con la causa que la motivó. Pero son muchachos que conviven en el mundo compartido de la familia y los vecinos, que van a clases o al trabajo, que participan a su modo de la vida de la comunidad.
Pero hay otros que viven en otro mundo. Un mundo despersonalizado, profundamente ritualizado, signado por códigos fijos e inflexibles. Un mundo al que se entra por una verdadera iniciación: por experiencias límites a través de las que se muere al mundo cotidiano y se ingresa en otra dimensión. Experiencias a través de las cuales el muchacho no sólo queda socialmente descalificado (“rayado”), sino internamente marcado.
El objeto iniciático es el arma. No existen armas blancas sino de fuego. La iniciación acontece en la experiencia del poder que da cargar una pistola. No queremos decir cargarla por si acaso, para defenderse, o porque forma parte de la profesión de uno (un vigilante privado, por ejemplo o incluso un malandro de antaño). Para estos muchachos cargar con un arma es vivir con ella para siempre (como se vive desposado con una mujer). Es la sensación límite de cargar con la muerte a cuestas: el poder de matar y la certeza de acabar siendo matado. Porque el precio de esta cuasi omnipotencia es nada menos que la propia vida.
Este poder tiene tres manifestaciones fundamentales: El poder de irrumpir, asaltar, aterrorizar. El poder de pertenecer a una red que libra de la cárcel y absuelve del asesinato. La sensación mágica de poder acceder de un golpe a cosas apetecibles: moto, mujeres, fiestas, tremendos aparatos de sonido, televisor a colores, reproductor y cualquier película, zapatos y ropa fina... Pero más allá de estas y otras manifestaciones, que no siempre se alcanzan ni mucho menos, está el estado permanente de hipnosis que da este pacto con la muerte. Esta es la verdadera droga. Vivir con una pistola sin saber cómo ni por qué ni contra quién se va a usar, pero sabiendo que se va a usar contundentemente, fascina y aterra: es una verdadera sacralidad negativa.
Esta iniciación está jalonada por hitos. El primer trabajo que se hace con el arma (aguantar droga, defender la zona, adquirir unos zapatos deportivos...): es la primera sensación de que se está jugando con fuego. La cárcel o el retén, donde ser duro es requisito para sobrevivir, donde en ese ambiente encallecido se internaliza el personaje que se quiere representar y donde se comprueba la existencia de la organización. La primera muerte: la experiencia de lo irremisible.
Pero para iniciarse a este mundo hay que neutralizar el miedo, hay que borrar vínculos que coartan, hay que reprimir sentimientos hondos. Además una cosa es el mundo que se presenta como modelo y otra la cotidianidad que se vive, tan gris y vacía, con tanto autodesprecio tragado, con momentos, es verdad, de acción intensa o de disfrute descontrolado, pero con tiempos de mucha zozobra, de vivir a salto de mata, de dolor y sufrimiento, y la certeza descorazonadora de la muerte próxima. Por eso, para evitar el arrepentimiento y la huida, están los jefes señalando rumbos, creando ambientes, imponiendo códigos inapelables, ejercitando en acciones rituales, cortando alternativas... incluso oficiando, como sacerdotes, el rito del funeral del malandro asesinado, donde no existe dolor sino la glorificación del consumado, ya que la consumación es la consumación del que se entrega a la muerte.
Causas genéricas y específicas
Aunque no se quiera ver, éste es el mundo de muchos adolescentes; y aunque a muchos “bienpensantes” les parezca lejano, es un mundo que en cualquier momento puede irrumpir en el suyo. Y aunque lograra ser confinado en el barrio, de todos modos lastra terriblemente la vida del país. Además, no es un mundo que se haya incubado en las entrañas del barrio independientemente de la ciudad. El abandono de los barrios por parte del Estado y la presión de los grupos de poder para que aconteciera así es la primera causa de esta violencia.
Además del deterioro económico, sobre los adolescentes ha incidido sobre todo el envilecimiento de la educación, que de ser mito de nuestra democracia (la esperanza por la que se podían tolerar trabajos y soportar estrecheces), ha degenerado para la gente del barrio en un espacio completamente desmotivado, vacío, incluso sórdido. A esto se suma la prédica desmoralizadora de un neoliberalismo sumario y brutal que, asentando que el ser humano es fundamentalmente egoísta y que no existe el pueblo ni el país ni ningún otro colectivo, propone el abandono de cada quien a sus posibilidades de ser exitoso económicamente. La sensación pública de que los de arriba obtienen su dinero robando y el pésimo ejemplo de bastantes autoridades, incluso el cinismo de algún Presidente, fue tomado como una invitación a perder el respeto al orden establecido, a las instituciones y sus personeros, a las reglas de juego y a las palabras que se dicen, y a llegar a las cosas deseables a como dé lugar. Como no podían pensar en títulos y empleos prestigiosos, el arma aparece como la llave que abre todas las puertas.
En este contexto, creemos que la violencia televisiva tiene un efecto devastador. La razón es que funciona en base a los mismos códigos que los de los muchachos. Ellos se están entregando a un modo de violencia ritualizada, que en realidad es muy sórdido, pero que en el ambiente cerrado en que se mueven magnifica y exalta. Pues bien, en la TV ven este mundo proyectado casi al infinito por el manejo de la técnica más avanzada. La TV les da la evidencia de que no andan fuera de base, de que están en algo grande, en lo más avanzado, en la punta de la civilización, donde coinciden el hombre de ciencia, el ejecutivo y el devastador. Y es cierto que este imaginario revela genuinamente el cariz letal de esta figura histórica montada sobre el supuesto de que el hombre es lobo del hombre.
No puede ser dejada de lado la situación familiar, que en el mejor de los casos es un espacio articulado, progresivo, con relaciones diferenciadas, con responsabilidades asignadas y figura paterna tiene un efecto desestructurador proclive a la anomía.
Pero la droga, tanto el consumo como sobre todo la distribución, es en última instancia la que induce a este mundo y lo hace posible. La droga es la organización. Por eso insistimos en la importancia de los jefes que son sus representantes, aunque también sus víctimas, ya que para la organización son apenas el último eslabón. Ellos dominan el grupo. Cuando se desaparecen temporalmente, el sector recobra la calma y los muchachos tienden a la normalidad. Sin la organización no hay armas (nos referimos a su proliferación y sofisticación) ni dinero rápido. Sin ella se acabó la impunidad. Sin la organización de la droga sólo quedaría el malandraje de antaño, y no es de eso de lo que estamos hablando.
No son casos perdidos
Lo que hemos dicho hasta ahora tiene como primer objetivo ayudar a tomar conciencia de la magnitud del problema de la violencia adolescente en los barrios. La existencia de la violencia ritualizada es una tentación permanente para todos los muchachos de las zonas populares, así como el malandro lo es para las muchachas. Si no se pone correctivo a esta violencia, ella es capaz de acabar con la sociabilidad y convivialidad de zonas extensísimas, hiriendo de muerte la esperanza de mucha gente esforzada, que ve cómo su esfuerzo de tantos años por criar a un hijo, por crear un vecindario humano, por organizarse, se derrumba sin remedio, y la existencia queda tristemente reducida a salir lo imprescindible y vivir con el alma en vilo, presa de una constante zozobra. Pero además ¿qué pasa con esa generación?
El problema de la violencia adolescente en los barrios nos incumbe a todos porque nos afecta a todos (o nos afectará, más temprano que tarde); y además porque todos somos más o menos responsables de ella; y en definitiva porque ellos son nuestros prójimos.
Son hijos de Dios y hermanos nuestros, por eso no podemos desentendernos de ellos. Ellos siguen siendo muchachos, aunque estén marcados, conservan potencialidades distintas que podrán desarrollarse, si se logra desarticular ese mundo o al menos sacarlos de él y ponerlos en ambientes adecuados. Siguen siendo humanos. En esa máscara de dureza y frialdad siempre hay brechas que conducen a dimensiones más profundas y genuinas.
Hacia una alternativa
La superación de una situación tan profundamente perturbada no puede lograrse con soluciones unidimensionales y drásticas. Matarlos o que se maten entre ellos o meterlos en las cárceles actuales, lejos de transformar superadoramente la situación, es entregarse a sus mecanismos y sus demonios, y convalidar y llevar al paroxismo esta violencia ritualizada.
Si no cambian las condiciones generales del barrio, persistirá el caldo de cultivo de esta violencia ritualizada. Si no se encara seriamente el problema de la distribución de drogas, si se sigue haciendo públicamente, hasta con alarde y en medio de la más absoluta impunidad, subsistirá la causa próxima de esta violencia adolescente. Si no se pone coto a la violencia televisiva, estos adolescentes seguirán alimentando en ella ese imaginario que los devora.
Pero además de remover estos gérmenes deletéreos es imprescindible crear una alternativa. Y la alternativa a la guerra no es otra que la palabra. No nos referimos a la materialidad de la palabra que puede ser usada como un medio de prevalecer o de engañar o de herir o de disminuir… como una arma, en fin, que causa muerte. Sino palabras de vida que son puentes tendidos a la otra persona para darle lugar, para que pueda expresar a su vez su propia palabra para tenderle la mano. Palabras que son luz y camino, invitación a buscar y en todo caso, compañía. Palabras también de desacuerdo, incluso de condena; pero que no interrumpen la comunicación y que esperan respuesta, porque suponen que se cree en aquel a quien se dirige.
Esta palabra tiene que ser el clima de la familia y el de la educación, el del vecindario y el de grupos de adolescentes, para que lleguen a constituirse en alternativas frente a la situación. Creemos que algo de eso se está intentando ya. En todos estos frentes se está emprendiendo una verdadera iniciación personalizadora: experiencias límites a través de las cuales estas personas salen de sí y son capaces de encontrarse y de decir palabras verdaderas, de vivir desde lo más genuino que ellos mismos van descubriendo, y así van sintiendo libertad.
Todavía persistirá la atracción de la violencia ritualizada. Los
muchachos tendrán que elegir. Ellos tienen siempre también su cuota de
responsabilidad. Y siempre serán también imprescindibles instituciones
reeducadoras que lo sean de verdad: que combinen la dureza saludable con
la justicia y el reconocimiento personal. Todavía estamos a tiempo de
encarar este problema; pero tenemos que percatarnos de que el problema es
de todos, que es muy grave, que requiere enfrentar situaciones
distorsionadas y grandes intereses, y que hay que acometerlo ya.
Pedro Trigo
Caracas