Bartolomé de Las Casas y la reacción al sistema colonial de los pueblos originarios
Jelson Oliveira, Brasil
Nunca, como ahora, la recuperación del sentido histórico fue tan importante para comprender el presente. Nunca como ahora vivimos un tiempo de revisión que exige el rescate del pasado para construir el futuro. Nunca, como ahora, tantas personas y organizaciones se han dado cuenta de que el pasado colonialista de nuestro continente sigue obstaculizando el presente. Nunca, como ahora, ha sido tan necesario tomar conciencia de esas herencias para diseñar nuevos futuros, más libres, más solidarios y más responsables. Todas las flores del futuro lo sabemos, están en las semillas de ayer y de hoy. Regar estas semillas es una forma de cultivar los jardines que queremos garantizar para el mañana.
Entre las diversas semillas que nos ayudan en esta tarea de cultivar otro mundo posible, están las que sembró un fraile dominico que vivió en los orígenes de la llamada colonización de América Latina. Su nombre es Bartolomé de Las Casas y su historia no sólo es profunda y conmovedora, sino sobre todo inspiradora y llena de energía convocante. Las Casas fue una de las primeras y más importantes voces que clamaron contra el principio central del modelo colonizador imperante en América: la esclavitud de los indígenas y la explotación de la naturaleza. Las Casas conoció el régimen desde dentro, al que empezó a desafiar con vehemencia y valentía: había llegado a las tierras de la isla de La Española (hoy Santo Domingo) como encomendero, participando de los privilegios y abusos practicados por los coloniza-dores contra los pueblos originarios, víctimas de la violencia, los atentados y la esclavitud.
Se ordenó sacerdote en 1507 en Roma y regresó a la isla como misionero, apoyando las mismas políticas. El cuarto domingo de Adviento, 21 de diciembre de 1511, acudió a misa en la iglesia de los dominicos y escuchó la famosa y contundente homilía de fray Antonio Montesinos, dolorosa a sus oídos: “Todos estáis en pecado mortal. En él vivís y en él moriréis, por la crueldad y tiranía que usáis con estos inocentes. Decidme, ¿con qué derecho y en base a qué justicia mantenéis a los nativos en tan cruel y horrible servidumbre? ¿Con qué autoridad habéis hecho estas detestables guerras contra estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas y que eran tan numerosas, y las habéis consumido con muertes y destrucciones inauditas? ¿Cómo es que los tienen tan oprimidos y fatigados, sin darles alimento ni curarlos de sus enfermedades? ¿El excesivo trabajo que les imponéis les causa la muerte, o más bien, los matáis para poder arrancar y adquirir oro cada día? ¿Acaso no son seres humanos? ¿No tienen almas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿No lo entendéis? ¿No lo sentís?”
Las Casas no pudo dormir aquella noche. La primera comunidad dominica estaba absolutamente en contra de las encomiendas y los repartos que negaban a los indígenas el reconocimiento de derechos, basándose en la afirmación de que no tenían alma y, por tanto, no podían ser considerados seres humanos en sentido estricto. Las Casas, tras reflexionar sobre lo que oía, se convirtió a los indígenas y comenzó a denunciar el modelo colonizador y a reconocer a los pueblos originarios como los verdaderos "dueños del Nuevo Mundo", seres humanos de pleno derecho y, por tanto, merecedores de que se les reconocieran plenamente sus derechos humanos. Tras renunciar a sus encomiendas, inició una campaña en defensa de los derechos de los indígenas, denunciando tales injusticias ante el propio rey de Aragón, Fernando II, y ante las autoridades eclesiásticas. En 1516 fue reconocido como "protector de los indígenas" por el cardenal Cisneros, entonces arzobispo de Toledo y Primado de España. Sin embargo, se granjeó muchos enemigos.
Convertido en fraile dominico, siguió luchando ardientemente contra la esclavitud de los indígenas y denunciando las guerras e injusticias cometidas contra ellos, viajando numerosas veces a España para hacer oír a las autoridades el clamor de los pueblos sacrificados que tan bien conocía. Vivió en distintos lugares de América (Cuba, Nicaragua, Perú, Guatemala y México) y fue gracias a su influencia y audacia que, en 1542, publicó las llamadas "Leyes Nuevas", que limitaban las encomiendas e incluso la esclavitud de los indígenas. Como parte de su estrategia, escribió y publicó una considerable cantidad de obras, entre las que destacan la Historia de las Indias y la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, consideradas polémicas y escandalosas, pues su autor -como buen dominico- no escatimaba palabras para pronunciar la verdad, denunciar las injusticias y reprender a los opresores.
En 1527 Las Casas fue nombrado obispo de Chiapas (México), donde intentó poner en práctica sus teorías sobre la evangelización y la construcción de lazos fraternos y pacíficos con los indígenas. Regresó a España en 1547 y pasó el resto de su vida revisando sus escritos y afinando sus teorías, que desafiaban la política colonial en favor del reconocimiento de todos los derechos para todos, como propone fray Carlos Josaphat en el título de su libro sobre Las Casas. Josaphat, además, lo consideraba el "primer teólogo de la liberación" de la historia, incluso cuando la Teología de la Liberación debería ser reconocida también como una "ecoteología liberadora".
Retirado en Valladolid, emprendió un largo e importante debate con el filósofo Juan Ginés de Sepúlveda, defendiendo que todos los seres humanos habían sido creados a imagen de Dios y no podían ser esclavizados, que las tierras de América per-tenecían a los pueblos que las habitaban y, sobre todo, que el proceso de Evangelización debía darse de forma pacífica, reconociendo el protagonismo de los pueblos indígenas. Así, en su lucha incesante, Las Casas supo unificar la lucha por los derechos humanos de los indígenas y la lucha en defensa del medio ambiente, contra la destrucción del "paraíso" que había en América y del modo de vida de quienes lo habitaban. Y lo hizo basándose en una vivencia radical de las ideas que profesaba, un profundo sentido del diálogo y una obstinada relación con las autoridades, convirtiéndose él mismo en una especie de vínculo entre los oprimidos (los indígenas) y sus opresores (los colonizadores). En este sentido, fue un visionario y un hombre de un coraje admirable.
Las Casas tenía una visión amorosa y justa hacia los indígenas y su forma de vida, por lo que veía en las prácticas colonizadoras un choque cultural catastrófico. Era evidente que el modelo colonizador se basaba en la explotación de las personas y la destrucción de la naturaleza, dejando tras de sí daños irreparables. En la medida en que este sigue siendo el modelo vigente, podemos decir que Las Casas ofreció el primer relato y el primer diagnóstico de los innumerables males que se añaden intrínsecamente a los procesos colonizadores y contra los que todavía tenemos que luchar. Vio, como nadie, que la colonización oponía dos formas de vida y dos formas de relación con la naturaleza. En sus palabras: "Sobre estos corderos tan dóciles, tan calificados y dotados por su Creador, los españoles se lanzaron en el mismo instante en que los conocieron; y como lobos, como leones y tigres crueles, muertos de hambre desde hace mucho tiempo, desde hace cuarenta años, y todavía hoy, no hacen allí otra cosa que despedazar, matar, afligir, atormentar y destruir a estas gentes con extrañas crueldades”. Todo en nombre del oro y otras riquezas que hicieron de América una tierra de saqueo y violencia: "todo les fue arrebatado, de todo se apoderaron, de todo se apoderaron como si fuera suyo, de todo se apropiaron como si les perteneciera", escriben los autores de Visión de los vencidos, obra seminal para la comprensión de los procesos de usurpación de la vida indígena por parte de los conquistadores.
Porque vio lo que vio y como lo vio, Bartolomé no se quedó callado. La fuente de su lucha fue su entusiasmo por el modo de vida de los pueblos indígenas, basado en lo que hoy llamamos el buen vivir. A diferencia de los colonizadores, que lo mercantili-zan todo y lo toman para sí, los indígenas viven en armonía: consigo mismos, con los demás y con la naturaleza. La buena vida, en este caso, es una vida de paz. Y es para preservar esta paz, garantizarla y rescatarla, que hoy celebramos el testimonio de Las Casas, que murió en Madrid en 1566, a los 92 años, lleno de esperanza y con los mismos ideales que hoy queremos -y debemos- llevar adelante. Sus discípulos, afortunadamente, son muy numerosos y siguen preparando la revolución.