Poner la vida en el centro y pisar ligeramente sobre la tierra
Hacia una cultura que reconozca los límites y la vulnerabilidad
Yayo Herrero. Madrid, España.
A nuestro juicio, son tres los conflictos que debemos resolver si aspiramos a continuar sobre el planeta: El “analfabetismo ecológico”, la contradicción esencial entre un planeta con límites físicos -ya superados- y la dinámica expansiva de una economía hegemónica destructiva de toda forma de vida; así como la invisibilidad de las relaciones de cuidado mutuo entre los seres de la tierra.
El primero tiene que ver con subsanar el daño fundacional de la civilización industrial, que enseña a mirar la naturaleza, e incluso nuestros cuerpos, desde la exterioridad, la superioridad y la instrumentalidad. El segundo altera los ciclos naturales de todos los seres vivos con tal de alimentar el beneficio económico. El tercero tiene que ver con hacer visible lo invisible.
De tal modo que reorganizar las sociedades para que quepamos las personas con las diferentes formas de vida existente requiere un reajuste valiente, decidido y explicado del metabolismo social. Para ello es preciso revisar críticamente algunas creencias que convierten la economía dominante en un peligroso fundamentalismo.
Poner la mirada en el valor
La primera de ellas es la reducción del concepto “valor” al de “precio”. En la economía real solo tiene valor aquello que se puede expresar en unidades monetarias. La producción pasa a ser cualquier proceso que se da en la esfera mercantil en la que hay un aumento de valor, medido en términos monetarios, independientemente de que lo producido sirva o no para satisfacer necesidades.
Si solo miramos la dimensión que crea valor en el mercado, que es el precio de lo que se compra y se vende, y no contabilizamos las externalidades negativas (el agotamiento, la contaminación o la alteración de los ciclos), lo que deseamos es que crezca la producción lo máximo posible, sin valorar si lo producido es deseable o no y aunque, a la vez que aumentan los ingresos debidos a dicha producción, se incrementan los efectos negativos colaterales que le acompañan.
Cuando la producción se mide exclusivamente en euros o dólares, la economía y la sociedad no se preguntan sobre la naturaleza de lo que se produce y terminamos sin poder distinguir entre la fabricación de las bombas de racimo y el cultivo de trigo. Ambas son producciones que se miden monetariamente, aunque, desde el punto de vista de su utilidad social, una de ellas destruya la vida y la otra la alimente.
La economía convencional celebra cualquier tipo de producción que genere beneficio monetario, aunque por el camino se destruya el presente y el futuro de las personas y ecosistemas. La polinización, el ciclo del agua, la regulación del clima o los trabajos que las llamadas “amas de casa” hacen de los hogares no tienen asignado valor monetario.
La reducción del valor al precio invisibiliza y expulsa del campo de estudio económico la complejidad de la regeneración natural y todos los trabajos humanos que sostienen la vida pero que, por no estar pagados, no se traducen en crecimiento económico.
El dinero se convierte en una creencia sagrada. Las mayorías sociales creen y siente que, antes que agua, cobijo, alimentos o cuidados, necesitan dinero. Y la creencia está tan asentada que se asume una especie de “lógica sacrificial”: si lo que necesitamos es dinero, todo merece la pena a ser sacrificado si la contrapartida es que crezcan la economía y el dinero.
La necesidad de crecimiento justifica que se arrebaten derechos laborales, se destruya el territorio, se eliminen servicios públicos, se expulse y se asesine a personas que resisten al extractivismo, se cemente el territorio, se privatice la sanidad, el agua o la educación, o se cambie el clima. Cualquier cosa merece ser sacrificada ante el fin superior de los beneficios. Y las personas lo tenemos tan incorporado en nuestros esquemas racionales que son minoritarias las voces críticas que denuncian el riesgo de perseguir el crecimiento económico como un fin en sí mismo, sin preguntarse a costa de qué, para satisfacer qué y quién se apropia de los beneficios de ese crecimiento.
Para construir una economía adecuada a los seres humanos, la producción y el trabajo tienen que vincularse al mantenimiento de las condiciones de vida de las personas. Hay producciones y trabajos que son socialmente necesarios y otros socialmente indeseables. Distinguir entre ambos es imprescindible y los indicadores monetarios no permiten discriminar entre la actividad que satisface necesidades humanas y la que agota recursos, altera los ciclos o explota diferentes formas de vida, sin garantizar, además, las condiciones de vida de las mayorías sociales.
Para que pueda existir producción en términos mercantiles hay una precondición: la producción de vida. Y esta se realiza en la naturaleza y a partir de los trabajos cíclicos que garantizan las condiciones de existencia.
Si compleja es la reconstrucción de un metabolismo económico justo y sostenible y de otra forma de organización social acorde con él, igualmente difícil, pero imprescindible, es el cambio de imaginarios empapados de los símbolos y representaciones de una cultura centrada en el crecimiento, el consumo y la fe en que la tecnología resolverá los problemas. Este cambio no se producirá solo mediante la información sistemática y racional, sino que requiere la movilización de las emociones, miradas y prácticas que alumbren nuevas subjetividades.
La posibilidad de reconstruir lazos rotos con la naturaleza y entre las personas se apoya en una serie de planteamientos que, a nuestro juicio, deben acometerse cuanto antes.
Poner la ecología antes que la economía
La segunda tiene que ver con asumir la inevitable reducción de la esfera material de la economía. No es tanto un principio que se pueda o no compartir; más bien un dato de partida. Los propios límites físicos del planeta obligan a ello. Se decrecerá materialmente por la buenas, es decir, de forma planificada y justa, o por las malas, de modo abrupto, injusto y violento.
Si asumimos el inevitable ajuste a los límites del planeta, es obvia la obligación de asumir que las sociedades forzosamente tendrán que acoplarse a los condicionantes que se derivan de ser una especie viva inserta en la naturaleza. Para que las vidas de las personas se puedan mantener con dignidad -las de todas las personas- debemos adoptar estilos de vida más austeros en el uso de materiales y generación de residuos; la sociedad deberá organizarse utilizando energías renovables y limpias cerrando ciclos de material; la economía y el ocio tendrán que adoptar criterios de cercanía, comiendo alimentos producidos cerca y viajando menos a lo lejos y más a lo hondo-; debemos cuidar y mimar la diversidad natural y cultural; y reemplazar los ritmos vertiginosos por formas de vida más pausadas, tanto en la movilidad como en el ritmo de consumo.
Valorar los trabajos de cuidados
El tercero tiene que ver con la interdependencia. Habitualmente el concepto de “dependencia” se suele asociar a la crianza, a la atención de las personas enfermas o con alguna diversidad funcional. Sin embargo, como hemos visto, la dependencia no es algo específico de determinados grupos de población, sino que es tan inherente a la condición humana como el nacimiento y la muerte. Es la representación de nuestra vulnerabilidad.
Aceptar la interdependencia, condición para la existencia de la humanidad, en sociedades no patriarcales, supone que la sociedad en su conjunto se tiene que hacer responsable del bienestar y de la reproducción social. Solo en sociedades donde los trabajos de cuidados no estén determinados por sexo, género, raza o clase puede tener sentido la idea de igualdad o justicia social. Ello obliga a ampliar la noción de “trabajo” y a reorganizarlos, de forma que se repartan las obligaciones que comporta ser especie y tener cuerpo.
Contra la excesiva riqueza
Una cuarta condición es el reparto de la riqueza. Si tenemos un planeta con recursos limitados, parcialmente degradados y decreciente, la única posibilidad de justicia radica en la distribución de la riqueza. Luchar contra la pobreza es luchar contra la excesiva riqueza.
La reconversión de la economía bajo esta lógica implicará dar respuesta a tres preguntas que se hace la economía feminista: ¿Qué necesidades hay que satisfacer para todas las personas? ¿Cuáles son las producciones necesarias para que se pueda satisfacer esas necesidades? ¿Cuáles son los trabajos socialmente necesarios para lograr esas producciones? El metabolismo social resultante que resuelva de forma justa estas tres preguntas se encuentra, con seguridad, en las antípodas del funcionamiento de la economía mundializada y neoliberal.
Muchos sectores económicos deben ser reconvertidos y otros tienen que ser expandidos. Producir alimentos que no envenenen la tierra ni las personas y promover circuitos cortos de comercialización; desplegar las energías renovables en un contexto de disminución en el uso de energía; promover el sistema de movilidad que pivote en el caminar, en la bicicleta y el transporte motorizado público y colectivo; estimular el empleo en la restauración de ecosistemas degradados; reconvertir el sector de la construcción hacia la rehabilitación energética y bioclimática de la construcción; velar por la existencia de servicios públicos y sociocomunitarios que garanticen la educación, la salud y el cuidado en todas las etapas de la vida...
Es importante estar vigilantes para no caer en las falsas especulaciones. Con frecuencia se apuesta por tomar medidas que agravan los problemas. Resolver los problemas que causa el turismo con más turismo; acometer la crisis del sector de la automoción estimulando la fabricación de más coches; pretender resolver el problema de las ciudades acometiendo nuevas macrooperaciones urbanísticas es objetivamente inútil. Puede crear una ficción momentánea de solución, pero una y otra vez se desploman dejando situaciones cada vez más graves. Necesitamos pensar con imaginación, no en cómo hacer crecer la economía, sino en cómo garantizar vidas buenas.
Aprender a vivir poniendo la vida en el centro
En los últimos tiempos escuchamos la expresión “poner la vida en el centro” como un deseo de cambio que conviene concretar para no vaciarla de contenido.
Poner la vida en el centro supone reconstruir políticas y economías que tengan la dignidad de todas las vidas como absoluta prioridad.
La cuestión central es hacerse cargo de los límites y la vulnerabilidad de lo vivo. Si convenimos que necesitamos una identidad ecológica basada no en la enajenación del mundo natural (cuerpo y tierra), sino en la conexión con él, la apuesta sería reorientar el metabolismo social de forma que podríamos esquivar -o al menos adaptarnos- las consecuencias destructivas del modelo actual, tratando de evolucionar hacia una visión antropológica que sitúe los límites físicos naturales y humanos y la inmanencia como rasgos inherentes para la existencia de las personas.
Son muchas las incógnitas a resolver. ¿Cómo hacer para garantizar las condiciones de vida para las personas? ¿Qué producciones y sectores son los socialmente necesarios? ¿Cómo afrontar la reducción del tamaño material de la economía de la forma menos dolorosa? ¿Qué modelo de producción y consumo es viable para no expulsar masivamente seres vivos? ¿Cómo abordar las transformaciones que el cambio climático va a causar en nuestros territorios? ¿Cómo mantener vínculos de solidaridad y apoyo mutuo que frenen las guerras entre pobres, vacunen la xenofobia y el repliegue patriarcal?
Queremos terminar proponiendo un esbozo de programa político, seguramente incompleto, que pueda generar un debate que busque respuesta a estas cuestiones. Poner la vida en el centro requeriría cosas como las que enunciamos a continuación:
Iniciar un proceso constituyente que sea la base para un cambio jurídico e institucional que proteja los bienes comunes (agua, tierra fértil, energía, etcétera), garantizando su conservación y el acceso universal a los mismos mediante un control público (no hablamos de la mera estatalización).
Reorientar la autoconciencia, de forma que la Investigación, Desarrollo e Innovación (I+D+I) se dirija a resolver los problemas más graves y acuciantes.
Establecer una estrategia de adaptación y mitigación del cambio climático capaz de garantizar la necesaria reducción de gases de efecto invernadero y la protección de las personas, los seres vivos y los ecosistemas.
Abordar un plan de emergencia para un cambio del metabolismo económico basado en la reducción drástica de la esfera material del mismo: transformación de los sistemas alimentarios (con una reducción radical de la producción y consumo de proteína animal), cambio de los modelos urbanos, de transporte y de gestión de residuos, relocalización de la economía y estímulo de producción y comercialización cercanas.
Dedicar recursos económicos y financieros suficientes para acometer las transformaciones necesarias y urgentes. Esto supone el establecimiento de una fiscalidad progresiva y la creación de una banca pública centrada en la financiación de la transición.
Establecimiento de un sistema de protección y cuidado integral que garantice la cobertura de un suelo mínimo de necesidades -alimento, energía, vivienda o cuidados-, de modo que no nos dejemos a nadie atrás.
Acometer un proceso de educación, sensibilización y alfabetización ecológica que alcance al conjunto de la población, desde las instituciones hasta las escuelas, los barrios y los pueblos, orientado a la adopción del principio de suficiencia y la cooperación como aprendizajes básicos para la supervivencia.
El difícil reto, en sociedades ecológicamente analfabetas, es conseguir que las personas deseen esta transición. No hay atajos y el trabajo ha de ser colectivo en instituciones, redes y organizaciones ciudadanas. Se trata de una tarea de pedagogía popular a realizar casi puerta a puerta con diferentes lenguajes y herramientas. Para poder cambiar necesitamos desvelar los mitos y las ficciones y componer otro relato cultural más armónico con la esencia humana. Hace falta ciencia e información, pero también arte, poesía y pasión.
Este camino debería haber comenzado hace décadas, pero por el momento, la disociación entre la dureza de la situación y la ausencia de medidas políticas es dramática.
Exponer la crudeza de estos datos y exigir que sea la prioridad de las agendas políticas es tildado, con frecuencia, de catastrofista. Es un error garrafal confundir la consciencia de los datos con la catástrofe. Los datos son datos y es absurdo revelarse contra ellos. La catástrofe es que informe tras informe se constate que vamos al colapso y no se haga nada.
Nos han diagnosticado un tumor y toca afrontar el proceso de curación, reorientando todo hacia la prioridad de conservar la vida. La clave es hacerlo con otros y con otras. La experiencia del covid-19 nos ha mostrado cómo en circunstancias hostiles muchas personas dan un paso al frente y deciden conscientemente que quieren hacerse responsables de la vida de otros. Necesitamos que ese rearme comunitario sea una nueva normalidad. Solo así podremos afrentar con esperanza y fuerza los tiempos de emergencia que vendrán, que ya están aquí.
Podemos hacerlo. Aprender a vivir pisando ligeramente sobre la Tierra es, sobre todo, una cuestión de amor.
Yayo Herrero en “Adelante. Solo existe un futuro. Y es nuestro.” Editorial Aguilar. Barcelona 2020.